25 abril 2008

Maquillado

Era mi primera vez, y curiosamente, el estrés apaciguaba mis nervios. La semana se estaba consumiendo sin haberme percatado, pero aún restaba el momentazo inédito del viernes noche. Subía las escaleras con demasiada inconsciencia de aquello que me aguardaba en la tercera planta de ese edificio de la renovada calle Camacho de La Paz (Bolivia). Superaba sin esfuerzo el pasivo control de seguridad, cuando de repente alguien salía a mi encuentro. Me preguntaba si yo era yo, y no me quedó otra que contestarle: “Si, yo mismo”. Tras unos minutos de espera, me invitaron a pasar a la sala de maquillajes. Situación insólita detrás de las bambalinas. Primero, me peinó la barba. Después, las cejas. Me hicieron algo en la pestaña que todavía no acabo de saber qué era. Luego, unos polvitos para los pómulos, nariz y frente. Y como cierre de tal dantesco espectáculo: algo de pintalabios…
Escondido en mi disimulo –como si hubiera pasado por este mal trago toda la vida-, caminaba atónito en dirección de ese boquete donde me habían metido –y me había dejado meter. Comenzaba a asustarme porque a esas alturas no tenía claro si me habían invitado para hablar de economía y política, o si se trataba de una toma falsa, o quizás, fuera un reality-show.
Instantes más tarde, ya estaba en el plató de uno de los programas más vistos (Cabildeo), y con una de las periodistas más conocidas (Amalia Pando). Ya habían pasado dos invitados: Roberto Aguilar (vicepresidente de la Asamblea Constituyente), y el director del Teatro de los Andes (muy recomendable). El tercero era mi turno. Mientras ponían algunos anuncios, la presentadora-directora (la mismísima Amalia Pando) me preguntaba si yo era el invitado. Digo que si. Ella comenta algo sobre mi juventud y mi informalidad –ni el maquillaje pudo hacerme más viejo ni más formal. Mis nervios se iban desmelenando. Imagino que si hubiera llevado rimel se me hubiera corrido. Era ya el momento de entrar. Luces, cámaras y acción.

05 abril 2008

¡Qué lindo Buenos Aires!

Desde que llegué hasta que me fui, estuve pensando en la esquinas de Buenos Aires. No es la primera vez. Cada vez que estoy acá, me llaman considerablemente la atención las esquinas porteñas, y no importa por donde vayas: Corrientes, Callao, Córdoba, Santa Fe, Lavalle, Avenida de Mayo…, en cada esquina, hay un bar, cafetería o restaurante. He llegado a creer que debe existir algún decreto ley que lo regule, y que diga expresamente que “cada esquina bonaerense debe ser habilitada en uso exclusivo para bar, cafetería o restaurante”. Y si no fuera así, debe tratarse de esas leyes de la calle que a veces –y muchas veces- se cumplen más minuciosamente que aquellas aprobadas en el congreso y en el senado. Me gustan muchos las esquinas de esta ciudad, que tienen su propia función social: convierten en un placer algo tan insípido como cruzar las calles.
Buenos Aires, con sus esquinas –menuda obsesión la mía- y sus manzanas cuadradas –sus cuadras-, está tan linda como siempre. Qué linda sus vidrieras cuando puedes disfrutarlas desde a dentro… Qué linda sus plazas cuando no tienes que dormir en ellas,,, Qué lindo ojear Clarín ó Página12 cuando no sufres sus titulares… Qué lindo pasear cuando no tienes prisas… Qué lindo tomar un cafecito cuando no tienes que servirlo… Qué lindo caminar cuando hay atascos… Qué lindo sus librerías cuando tienes tiempo para leer… Qué lindo comer carne cuando no eres el parrillero… Qué lindo sus personajes cuando no tienes que aguantarlos… Qué lindo su movimiento cuando estás parado… Qué lindo sus kioscos cuando no eres el kiosquero … Que lindo su ritmo cuando tu tienes el tuyo… ¡Que linda que sos, Buenos Aires!
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