25 marzo 2009

Pelucones


Hace ya más de tres semanas que aterricé en Quito (Ecuador). Y aterrizar acá no es cualquier cosa, porque es de lo aeropuerto más dentro de la ciudad que he visto. NO me enteré de mucho porque fue por la noche. Lo más sorprendente de mi aterrizaje era la cantidad de globos como señal de “Bienvenido Mr Emigrante” que había en la sala de espera de la esperanza. Una marabunta de familiares pocos pelucones y de todas las edades -sobrinas, hijos, nietas, abuelos, esposos, cuñadas...- aguardaban a ver a su particular exiliado desde no se sabe cuánto tiempo… Al día siguiente, me di cuenta que aterrizar en esa pista de aterrizaje no es cualquier broma. Los ruidos de los aviones es parte de la ciudad. Al principio, te sorprende tanto avión por ahí suelto, luego, te habitúas hasta el punto de hacerte recordar al mismo Air Comer que me trajo hasta acá. Incluso si no fuera tan cegato, identificaría si es el Iberia de Madrid, o algún Lan de Perú. Aunque no puedo hablar de aviones, sin destacar el último accidente de la aeronave militar que se estrelló en el edificio de una avenida pelucona de la ciudad, la González Suárez. Es el cuarto accidente en tan poco tiempo, y no es de extrañar cuando el otro día me entero que los aviones pasan a escasos 200 metros de esas viviendas de los años setenta. Toda una desgracia en un barrio que era candidato para vivir, aunque descartado por pelucón.

La vida en Quito es agradable, una ciudad muy alargada, condenada por las montañas a seguir creciendo a través del valle. Con el Pichincha como monte más emblemático. Aunque yo –ignorante de mi-, conocí primero el Pichincha como nombre del banco donde abrí mi cuenta, antes incluso que el nombre del monte o la región donde está ubicada Quito. Estás cosas suelen pasar. El centro histórico es patrimonio de la humanidad, y tiene motivo de sobra para ello. Más iglesias que en Sevilla, y eso ya es todo un decir. Mucha colonia –y no me refiero al perfume- en sus calles, sus plazas, sus casas con sus patios… Luego, tiene barrios lindos: La Mariscal (zona fiestera por excelencia), La Floresta (la zona bohemia), La Carolina (zona con vida de oficinas), Quito Tenis (en la zona norte, también muy pelucón), y el Sur, donde se concentra la parte más popular de la ciudad. Ando muy feliz, muy entusiasmado, muy virgen todavía… Con muchas ganas de empaparme de todo, de aprender y aprehender… Otro país, otra historia. Otro proceso político sumamente interesante. Y para colmo de deleite, además de tener resaca constitucional, ahora se enfrenta a elecciones presidenciales el próximo 26 de Abril. Se exacerba el debate público político, y yo, como “guarro en un charco”.

Venía con el sesgo boliviano, y así lo noté en los primeros días. Comparaba casi todo con La Paz. Y nada que ver aún habiendo similitudes. Menos presencia de lo andino. Y todo parece más colombiano. Más caribeño. Todo es más ruidoso. Más agringado, no sólo por tener al dólar como moneda anti-nacional. La gente más abierta. Con más ganas de hablar, pero también de escuchar. Todo un desafío seguir conociéndolos.

Todavía no he hecho turismo, sigo agradablemente encorsetado en esta ciudad. Aunque hay mucho que ver (Amazonía, Parque Yasuní, Galápagos, la ciudad de Cuenca, las playas de Manabí,…), toca todavía seguir descubriendo esas cotidianidades que son tan diferentes entre si. Por ejemplo, la siempre aventura de hacer un trayecto en bus. El otro día alucinaba con la adaptación de los viejos a la lógica local del bus. Ni hay paradas ni se para. Todo es en movimiento. Los dos cuasi ancianos del bus fueron desde el final del mismo hasta la puerta principal, en plena cuesta abajo, sin frenar un instante, agarrados de liana en liana hasta llegar al momento cumbre: la bajada sin frenada. No sé como lo hicieron, pero bajaron sin rasguño y como si no hubiera pasado nada. Lo mismo, para cuando subió la viejita que tenía sentada a mi lado. Lo mío fue más rudimentario: me acerqué al cobrador para pagarle con antelación, vaya a ser que me tropezara entre la escalera y el recuento de monedas. Casi salté como si se tratase de un precipicio cuando solo había que bajar dos escalones, y además, el bus ya había aminorado la velocidad. Me sentí torpemente europeo.

Otro aspecto atractivo siempre que llegas a un país diferente es su hablar y su tono. El canto es gracioso, con un alargue de la última silaba como no queriendo terminar la palabra. Es algo como un porteño a lo andino. Mucho menos brusco, más suavito. Luego, llegan el baile de vocablos nuevos: chévere (lindo), biela (cerveza), mono (alguien de Guayaquil), parqueadero (donde aparcar),… También me hizo mucha gracia cuando pregunté en una exposición medio formal como se decía “chuleta” (pero refiriéndome a lo que usa el alumno para copiarse en el examen). Y me contestaron, ni cortos ni perezosos, que se decía “polla”. Me reí. Les expliqué. Luego, dije que “me iba a sacar mi polla”. Uff, no podía contener la risa.

Sin embargo, la palabra que más me gusta es pelucón. Ya lo notaron, ¿no? ¿Ya sabrán que querrá decir? Eso mismo: pijo a lo españolito, o fresa a lo mexicano, highlon a lo boliviano, cheto a lo argentino…


Posdata Primera: La Real Academia Española (RAE) no lo recoge. ¡Qué más da! LA RAE siempre tan atrasada. Según el onmilatoso Wikipedia; Pelucones alude al anacrónico uso de pelucas por parte de la aristocracia, denominación coloquial, habitualmente despectiva, con que se conocía en Chile, durante la primera mitad del siglo XIX, al bando político conservador. Se denomina y califica así a la renombrada clase burguesa ecuatoriana perteneciente a la alcurnia o nobleza criolla.

Posdata Segunda; En Ecuador, este término fue usado por primera vez por el presidente Correa contra los grupos de poder económico guayaquileños que residen en Samborondón. Después, la extendió para denostar a otros grupos de mucha plata.

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