11 noviembre 2008

Chambeando


Lo venía debiendo, y me resisto a callar este escarceo por México, por mi México. Ya hace un par de semanas que he regresado a la refrescada Sevilla, pero todavía me merodean muchos recuerdos de mi fugaz visita a DF. A esa ciudad que atormenta a Sabina, que ama a Serrat, que refugió a tantos exiliados, que pintó Frida, que invadió Hernán Cortés o que revolucionó Zapata. Una ciudad maravillosa de no sé cuantos millones de habitantes, de caótico metro y metrobús, y sobretodo, de mucho trafico. Me refiero a los autos, no piensen mal. Pero al fin al cabo, una ciudad fascinante.

Llegué agotado porque a pesar que el viaje fue directo, la hora de aterrizaje era demasiado vespertina. El viaje comenzó como tanto otros. Con cierta pereza –debido al cansancio de un reciente viaje a Bolivia y Argentina- y con el tropiezo ante uno de esos personajes de los aeropuertos. Esta vez fue un loco viejito, que sin haberme dado cuenta, se me pagó a mi desde la T4 hasta llegar a la terminal satelital. Acabó explicándome cuestiones de la teoría del caos, y para eso estaba yo a las doce de la madrugada y a la espera de un vuelo de unas doce horas. El tostón se acabó en el momento que subimos en el avión. Menos mal que me tocó como diez asientos más atrás. Su señora debía ser una santa para aguantar a ese divertido y monotemático científico.

El vuelo, bien. Pude dormir después de la mini botella de vino que siempre me sabe a gloria dentro del avión. No hay duda que es mi mejor biodramina. Seis y media y procuro sortear los trámites aduaneros intentando esquivar al viejo físico. Ya en el taxi, la palabra me brotó sin vacile alguno. ¿Cómo va la chamba, señor? Así le dije, y así se entabló una fácil plática que duró hasta el hotel. Me encanta esa palabra: chambear, o lo que es lo mismo, trabajar a lo mexicano. O a lo mismo que había venido yo, a chambear en la universidad para impartir unos cursos de Políticas Públicas. Que linda excusa para regresar a México. Aunque lo de regresar es abusivo. Porque para mi México es Oaxaca. Nunca visité la ciudad de los chilangos (así le dicen a los nacidos o a los que llegan a DF, aunque mucho habría que decir del origen etimológico de esta palabra nahuatl). Como venía diciendo, para mi México es Oaxaca. ¿Qué poder tan reduccionista tienen los nombres de los países? Me acuerdo de Kapuscinsky en su libro Ebano cuando dice que Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos África. En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe”. Hasta la malinche me embestiría si me atrevo a pronunciar tal aberrante afirmación.

México si que existe. Y lo pude saborear a cada instante. Esa comida callejera de tacos, las quesadillas, el mole, las humitas, el tamal, los jugos… Ni la posible venganza de Moctezuma (así le dicen a la factura que te puede pasar la comida picosa mexicana) pudo contener mis ansias de detenerme en cualquier carrito. ¡Qué manjar en cada esquina! ¿Cómo resistirse a tanta personalidad culinaria? Si no quieres comer, pues te tomas un cafecito leyendo La Jornada en la librería El Péndulo en la Condesa. O quizás en el Fondo de Cultura Económica. O te vas por el Zócalo, la alameda, Tlatelolco (donde mataron a universitarios en el 68 mexicano), o un desayuno en el Café Tacuba –otra vez con la comida-, te puedes meter en cualquier iglesia, en la catedral, en el Palacio Nacional con sus murales de Diego Rivera, el templo Mayor, el museo de Bellas Artes, Castillo de Chapultepec, y así podría seguir y seguir… Sin lugar a dudas, el apartado especial se lo lleva Coyoacán. Me quiero ir a vivir allá. Y que me perdone mi Buenos Aires, pero Coyoacán me engatusó más que el anhelado San Telmo. Y ya sé que las comparaciones son odiosas pero no hay manera de evitarlas. Coyoacán es un barrio con mucha historia, antigua y contemporánea. Allá puedes pasear por sus calles adoquinadas, de casas coloniales y coloridas, sus iglesias, sus parques, su vida y con sus plazas. De todas, me quedo con la plaza de la Conchita. También destaco sus cafés, su música, su mercado, su museo de Frida, la casa donde vivió y mataron al Trotsky exiliado,…

No se puede hablar de DF sin hablar de la UNAM. Su universidad de unos 300.000 alumnos y que influye tanto en la vida política del país como en ninguna otra parte que yo conozca. Un campus que es una ciudad universitaria, con sinceros aires de universidad. Tiene de todo: cines, teatro, auditorio, jardín botánico, reserva ecológica, estadio de fútbol donde juegan los pumas, restaurantes, teatro, etc. Y sus agitadas ”islas”, que así le llaman a una de las zonas verdes más concurridas por los alumnos. Recientemente, parte de la UNAM ha sido nombrada patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Y no es para menos. Da un placer especial caminar por allá. Pararte a comprar música que te vende un viejo del “top manta” que sabe más de música que cualquier presentador de Radio 3. O comprar una película pirata y acabar hablando de cine.

Para terminar el alargado relato, quería contar una de las mías. De esas que no puede faltar. De esas que acudo sin que me llamen. O llamándome, yo que sé. A mitad de semana, y con la que se estaba montando en el país acerca del discurrir de la pionera propuesta reforma energética para privatizar PEMEX (empresa de petróleos mexicanos), allá que me fui, a meterme en todo el fango. Después de una fuerte movilización encabezada por el peje (o AMLO, o López Obrador, del PRD, o el autoproclamado presidente legitimo después de haber perdidos las elecciones con muchas sospechas de fraude), la reforma modificó mucho de lo original, y sin ser lo mejor, parecía lo menos malo. O eso discutía el país. A todo esto, y justo el día previo a su aprobación en el congreso, al lado del Ángel de la Revolución había convocada una concentración para ver si se aceptaba esta reforma modificada. Allá estaba yo. En medio de todo el barullo, entre arengas, mítines y cánticos. En medio de una votación popular para decidir la estrategia a seguir. Hasta voté, no tanto porque quisiera, sino casi por obligación. Alegué mi condición de extranjero. Apelaron a lo internacional. Ahí me aflojé, y no me quedó otra que votar. Me conmovió poder estar ahí. Lo disfruté mucho.

Por cierto, la chamba no fue nada mal. Las clases salieron bien y ya me han invitado para otra vez. A lo que no he dicho que no.

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