Repartidor de publicidad
Tres y media de la tarde de un domingo cualquiera. Es primavera pero no lo parecía. Málaga estaba desértica. No había ni un alma en la calle mientras aguardaba pacientemente en una esquina buscando un taxi que me llevara a la estación para agarrar el tren de vuelta a Sevilla. La espera fue corta. Al nada de tiempo, se detenía el taxi al que me subo como si lo conociera de toda la vida, abusando de la confianza del pago por el servicio. Los primeros segundos dan pie a una conversación recurrente y muy comodín: la meteorología. De repente, el taxista da un giro muy brusco –no del volante pero sí de conversación. Haciendo de pitonisa, me echa las cartas sin tarot, y me dice que me ha visto “hombre de mundo”. ¡Vaya tela lo que tengo que aguantar por llevar estas pintas de nómada! Sin que yo pudiera ratificar su elucubración, me pregunta si puedo aconsejarle. Atrevido de mi, le dije que me contara. No me quedaba otra si quería llegar a mi destino final. Solo iban a ser unos minutos de todo oído en el difícil arte de saber escuchar.
Me cuenta que se había enamorado de una mujer que solo conocía de llevarla habitualmente en el taxi de su trabajo a su casa. Nada más, y nada menos. Apenado me dice que hace varias semanas que no sabe nada de ella, solo su nombre. Margarita se llama su amor. Además, conocía el bloque de piso donde casi cada día la dejaba. Me dijo que quería hacer algo retorcido, y entonces, con tanta noticia de “violencia de género”, me asusté. Nada que ver. El taxista quería escribirle una carta con remite, remitente y matasellos, “como las de toda la vida”. Siguió con su plan. Primero, disfrazarse de repartidor de publicidad yendo a buscar catálogos de venta de Mercadona. Segundo, mirar todos los nombres de los buzones hasta encontrar su amado nombre. Tercero, depositar una carta de amor. Ahí le interrumpí rompiendo su romanticismo por un consejo práctico: “llévate dos o tres cartas por si hay más de una Margarita, no es cuestión de fallar después de tanta parafernalia”. Por último, me dijo, "sólo me queda esperar…"
Sin darme cuenta, llegamos a la estación, y le deseé suerte en tan linda conquista.
Me cuenta que se había enamorado de una mujer que solo conocía de llevarla habitualmente en el taxi de su trabajo a su casa. Nada más, y nada menos. Apenado me dice que hace varias semanas que no sabe nada de ella, solo su nombre. Margarita se llama su amor. Además, conocía el bloque de piso donde casi cada día la dejaba. Me dijo que quería hacer algo retorcido, y entonces, con tanta noticia de “violencia de género”, me asusté. Nada que ver. El taxista quería escribirle una carta con remite, remitente y matasellos, “como las de toda la vida”. Siguió con su plan. Primero, disfrazarse de repartidor de publicidad yendo a buscar catálogos de venta de Mercadona. Segundo, mirar todos los nombres de los buzones hasta encontrar su amado nombre. Tercero, depositar una carta de amor. Ahí le interrumpí rompiendo su romanticismo por un consejo práctico: “llévate dos o tres cartas por si hay más de una Margarita, no es cuestión de fallar después de tanta parafernalia”. Por último, me dijo, "sólo me queda esperar…"
Sin darme cuenta, llegamos a la estación, y le deseé suerte en tan linda conquista.
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