Los días por Argentina fueron muy bien aprovechados. Siempre es lindo visitar Buenos Aires, y esta vez también hubo tiempo-relámpago para escaparse a Río Cuarto a ver a Malena, mi sobrina cordobesa, hija de mis amigos Jorge y Gabi. Lo disfruté y mucho porque ese lugar ya me resulta muy familiar. La ida y la vuelta no se hicieron tan pesadas gracias a ese ómnibus de Chevalier –perdón por la publicidad-, con su coche cama ejecutivo que te permite estirar las piernas, comer, dormir con almohada, tomar cafecito y whisky si es que hubiera querido. Me sigue impresionando las calles de Buenos Aires; tanto las de afuera como las de adentro. Y es que si entras en cualquier restaurante del microcentro, la calle se traslada al interior, se grita como si estuvieran anunciando “cambio” por Florida o Lavalle, y los camareros caminan más rápido que si fueran por Corrientes. Es todo un espectáculo callejero comerse un bife de chorizo o de lomo, una pizza en el Güerrin, o unas empanadas de carne y pollo en el Pippo. Ö tomarse un cafecito con dos medialunas en esas ya aludidas esquinas porteñas. Pero la calle, la de afuera, tampoco tiene desperdicio. Te puedes parar para escuchar un fascinante grupo de música, Método de Blanco a Negro, a quien no pude resistirme a comprarle un CD, o te cruzas con gente y más gente que vende, o anuncia, o camina estresado para el trabajo, o habla por teléfono a grito limpio… Nada pasa desapercibido en esa callejera ciudad. Pero lo que iba a contar no era nada de mi estadía argentina, sino era otra más de aeropuertos, aduanas y migraciones. La salida fue sin percances; el paso por Lima según lo previsto; pero todo se truncó cuando llegué a Quito. El avión aterrizó incluso antes de lo previsto. El aeropuerto Mariscal Sucre de Quito (Ecuador) no es que sea de lo más sedante. Está ubicado en medio de la ciudad, y en los últimos años ya son muchos los accidentes aéreos. El último fue incluso cuando vivía acá al estrellarse un avión militar en un edificio a pocas cuadras de donde yo residía. Pero esta vez, el avión sobrevolaba Guápulo sin sobresaltos, pasaba por mi antigua casa como tantas veces había visto yo pasar a otros aviones, atravesaba el parque de la Carolina e iba encontrando pista sin susto alguno. Salí de los primeros creyendo que realmente saldría de allá. Y no fue tan así. El cabo segundo Luis Tayupanda no me dejó entrar. Entregué el pasaporte como de costumbre procurando superar el impúdico obstáculo de una aduana con control migratorio. Ese acto a veces tan protocolario, esta vez se convirtió en todo un suceso tan ingrato como divertido. El cabo segundo fue a introducir a mis datos en el sistema; hecho que no sé si se hace siempre o solo cuando tienen delante una imagen como la mía. En ese momento, su cara de cabo chusquero delató que algo no iba por buen camino. “Usted no puede entrar, ha superado los días disponibles para estar en el país”. Mi rostro dudó entre la sorpresa y el acongoje; “¿Cómo?”, pregunté. Y proseguí, “en mi última entrada al país me concedieron 66 días para estar acá, y solo consumí 36, así que me resta 30 días, muchísimo mas de lo que realmente estaré acá”. Así lo decía mi pasaporte y su computadora. El cabo cuadriculado no entendía nada. Me confirmaba que si, que el sistema me concedió eso, pero que se había equivocado en su momento, y ahora dice que no. Ante eso, le dije que le entendía pero que yo no podía ser adivino para saber que el sistema se equivocó. Era obvio que no lo iba a entender, y siguió erre que erre, pero ahora con el apoyo de la cuadrilla de mujeres policías que estaban en puestos de control donde ya no había ningún pasajero. Intenté volver a explicarme; “entiendo lo que usted me dice, pero entienda usted que yo tengo en mi pasaporte lo que ustedes me pusieron y por eso, yo no saqué ninguna otra visa, dado que tenía muchos días aún disponibles”. El cabo segundo y su séquito seguían agarrado a que yo había superado el máximo posible. Cuando percibí que estaba en callejón sin salida, aposté por encontrar soluciones en aras de poder entrar en el país. La respuesta seguía siendo clara: la deportación en el mismo vuelo que había venido, es decir, para Argentina. A la fiesta, se sumó el subteniente Rómulo Redrobán. A quien había que verlo como salido de alguna película de Cantinflas. El nuevo invitado, el subteniente, fue aún más vehemente, no dio lugar a dudas, y fue tan contundente como cabrón: “Usted será deportado, salvo que consiga que le manden por fax una visa para entrar. Tiene sólo dos horas”. A todo esto, llegaron los responsables de la compañía aérea, y dos custodios por si me escapaba. La película estaba servida; Dos horas para una Visa. No pude evitar acordarme del Schwarzenegger africano cuando me deportó desde Costa de Marfil o del Sargento Ramirez cuando casi no me deja salir de Bolivia. Sin saldo en mi teléfono y sin que me prestaran ninguno, tuve que convencer a alguien para que me comprara saldo. Y comenzó la batería de llamadas a compañeros, amigos, colegas y hasta ministros. Movilización absoluta en busca de algo que debía llegar lo más rápido posible. Las 2.30h y todavía nada de nada. Solo restaba una hora. Seguía con las llamadas y más llamadas, haciéndolas y recibiéndolas. Si éramos poco parió la abuela, mi celular sin batería ni cargador. Persuado a la señorita de la compañía para poner mi tarjeta en su celular. Otra prueba superada. Ya me veía otra vez en Argentina sin vuelo para España. En medio de esta angustia esperanzada, aparece el subteniente con su cabo segundo con una hoja en sus manos. Salvoconducto de 24h. “Ya se puede ir”. Y no lo dudé ni un instante. Salí airoso con pasaporte sin sellar después de este nuevo episodio de deportación, deportación Express.