14 noviembre 2007

Bonne arrivée!

Después de tener amordazada la ilusión - por pura superstición-, llegué. Casi sin creérmelo, cruzaba esa línea divisoria que estúpidamente dividen los países. Esta vez, el nuevo destino no era América Latina como en tantas otras veces. Le tocaba el turno al Oeste de Africa, a Costa de Marfil. El no tan lejano precedente seguía condicionando este presente viaje, y hasta que no sobrepasé el último de los controles, no me dije acá estoy. Ahora si. Ahora no hay ni sargentos Ramírez ni Schwarzenegger africano, no hay vuelta atrás ni deportaciones de tres al cuarto. Ahora ya, por fin, los sentidos sienten sin miedo (Sabina). No hubo necesidad de terceras, a la segunda fue la vencida. Esta vez el itinerario fue otro, no por cábalas sino por pura conveniencia. De Sevilla a Paris, y de París a Abidjan (Costa de Marfil). Mas horas de vuelo, menos horas de espera, y con un mejor resultado. Os cuento. Terminaba mi periplo en Sevilla después de un mes y medio, con una última clase de viernes por la tarde. No hay más que decir. La peor hora para atraer la atención de los alumnos, y para dar lo mejor de uno mismo durante ciento veinte minutos en una especie de monólogo, mucho de teatro, con guión pero con mucha improvisación. Pensando mucho mas en el allá que en el acá, a las 16h iba con mi habitual botellita de agua al aula 2 del edificio 11. Apenas me había preparado la clase, pero no salió nada mal. Todo empezó con algo de sorpresa porque solo había una alumna a la espera. Ella me comentó que algo habría sucedido porque el atasco era desorbitado para este momento de la semana. Poco a poco, como en un sistema de riego por goteo lento, iban llegando mas alumnos hasta confeccionar el grupo de siempre. Todos seguían hablando del atasco, lo cuál me provocaba las primeras angustias de cara a mi llegada al aeropuerto justo al terminar la sesión. La clase se acabó, despedida y cierre de esta primera etapa muy satisfactoria en Sevilla. Hasta Febrero, no mas clases. Acarreando maletas, portátil y algún bulto que siempre se cuela en los viajes, veo al coche de Jose que me estaba rigurosamente esperando. En un plis-plas, estaba el segundo de la fila enfrente del mostrador de Vueling. Primer escollo superado, me dejan pasar con la maleta como equipaje de mano con algo de sobrepeso. Primer control también superado. Tocaba el segundo imprevisto. Ninguna pantalla –las miré todas- mostraba el vuelo hacia Paris de las 20.50h. El cosquilleo en la barriga aparecía nuevamente, pero se esfumó en el momento que pregunté al responsable de otro mostrador de embarque, y me dijo que no pasaba nada y que solo se trataba de problemas técnicos con las pantallas. ¿Problemas técnicos? No quiero más problemas, ni técnicos ni humanos ni migratorios ni de ningún otro tipo. Por fin volando placenteramente a la ciudad del amor, aunque para otros, a la ciudad de Disneyland. ¡Qué manera de degradar los viajes y sus ciudades! Las dos horas y media muy relajadas salvo por el “coñazo” que me persiguió todo el viaje para contarme películas que no me interesaban, y que ante mi indiferencia, acabó contándoselas a todos los vecinos de mi asiento. ¿No creéis que la persona que cuenta una película –me refiero a las películas de cine- con todo lujo de detalles a otra persona que nunca la vio es que no tiene nada que contar y mucho que molestar? Detesto que me cuenten películas de todo tipo, las inventadas y las de cine. Pero además de lidiar con ese pesado cordobés, hubo otra cosa que contar. Antes de volar, y justo después de facturar cuando estaba comprando el National Geographic - recomendado por su especial sobre las emisiones de CO2 y los efectos del auge de los biocombustibles-, se me acerca unos padres con su niña –ya crecidita- pidiéndome ayuda para que la acompañara a salir del aeropuerto porque nunca había volado. Con aire paternalista, le dije que si, y así lo hice a la llegada al gigante Charles de Gaulle. Ella me contó que también iba al dichoso Disneyland Paris – como si Paris no tuviera Louvre, ni torre Effiel, ni Campos Eliseos, ni arcos del triunfo, ni más museos, ni más glamour, ni Sena, ni Notre Dame, ni tantas otras cosas-, pero el día anterior todos volaron menos ella por no tener su DNI en regla. No soy el único al que le pasan cosas extrañas, me dije. Salgo a donde supuestamente me esperaba alguien con un cartelito con mi nombre, y nada de nada. Había carteles pero todos sin mi nombre. Tercer suspiro que duró poco. Al mismo tiempo que yo ya negociaba con el señor de información para ver quien me podría llevar al hotel reservado cerca del otro aeropuerto donde saldría la mañana siguiente, llego un señor con mi nombre incrustado en su cartel. Otra prueba superada. 40 minutos de agradable charla con un chófer enamorado de Quebec para llegar al nuevo eslabón de esta particular Gyncana. Dormir escasas 4 horas, desayunar, y otro transporte al aeropuerto de Orly, con búsqueda de la oficina de Air Ivoire para convertir mi billete electrónico en billete definitivo tal como me lo dijeron. Oficina cerrada. Cuarto sobresalto que fue disipado en cuanto encontré el mostrador de facturación, y me aceptaron mi billete electrónico por válido. A todo esto, yo transportaba mi tercera dosis de una vacuna contra la tifóide que debía permanecer en frío, y así lo hacía junto con su plaquita de hielo para estos casos. No me la dejaron pasar en el control parisino, y me quedé con vacuna caliente. ¿Qué hago? Primero, en una nevera de un bar antes de volar, y luego en el avión, qué los/as azafatos/as se ocuparan de ello. El vuelo fue bien excepto que tuve que esperar hasta el final para que saliera todo el personal del vuelo para recuperar la pinche vacuna ya fría. Un poco más de ansiedad para esta nueva tentativa. Camino del lugar fatídico. El aeropuerto de Abidjan ya me era familiar. A medida que me acercaba al control de pasaporte, se imponía una lucha constante entre recuerdos y olvido. Como dice Benedetti, el olvido está lleno de recuerdos. Elegí la fila aplicando una lógica absurda que suele avenirse cuando asalta la angustia. Evidentemente, por pura cábalas y no por conveniencia, opté por una fila diferente de la vez anterior. Solo restaban tres personas antes que yo, cuando de repente aparece el mismo negro, el mismo cabrón. No sé como lo distinguí porque a mi patética capacidad de identificar caras, se une el hecho de que todos los negros son iguales para los blancos –también ocurre al revés. Era él, el mismo tono, se enfrentó a una persona no sé por qué, alteró la tranquilidad de los que pacientemente esperábamos y en especial la mía. Las manos me sudaban, la mirada no sabía a qué mirar, el ritmo cardiaco se aceleraba, el olvido cada vez estaba más lleno de recuerdos… Me tocaba a mi, y con la mejor de mis sonrisas le di mi pasaporte, con el visado, y un listado enorme de vacunas puesta en el último mes. Esos 10 segundos donde esos controladores de personas hacen no sé qué carajo, me parecieron eternos. Sacó su sello, y me selló. Me dije, “cuanto poder tienen los sellos”. Sin querer mirar atrás, busqué diligentemente la salida, y faltaba el último control del equipaje. Pareciéndome mentira la verdad –cuando la otra vez fue verdad lo que me parecía mentira-, otro oficial me pidió de nuevo el pasaporte para ya salir, y me dio su bienvenida marfileña con su particular, “Bonne Arriveé”!

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